04-05-2006
Christian Hess (“Retomar la agenda digital”, La Nación, 2 de abril, 2006) refiriéndose a un proyecto anunciando por la diputada Laura Chinchilla relativo a regulaciones (¿o desregulaciones?) del comercio electrónico en nuestro país dice que espera que el mismo “incorpore regulaciones referentes a la publicidad comercial electrónica no solicitada.” Esta expectativa refleja que se ha caído en la trampa de pensar que el problema de spam se resuelve declarando el spam ilegal.
Para comprender el problema de spam es necesario comprender por qué existe: imprimir un millón de volantes con un mensaje publicitario y distribuírlos para que un 0,1% de sus receptores reaccione y un 1% de esos termine por comprar el producto ofrecido — es decir, concretar 10 ventas — es caro pues el papel, la impresión y la distribución son caros. Pero si se pueden eliminar todos estos costos, la publicidad se torna casi gratuita y por tanto sumamente atractiva.
En esas circunstancias el correo electrónico es como un regalo de los dioses. El costo de impresión se elimina y los costos de distrubución se pueden bajar a niveles casi despreciables — del orden de un centavo de dólar por cada mil mensajes o menos. El problema se reduce por tanto a conseguir un millón de personas — o más concretamente, un millón de direcciones electrónicas — a quienes dirigir el mensaje. Pero no cualquier millón, sino un millón de direcciones electrónicas confirmadas, activas y que correspondan a residentes en Costa Rica.
Así las cosas una base de datos con tal información se torna en un producto “mercadeable,” en el sentido que existe un mercado que está dispuesto a pagar altos precios por el mismo. Conseguir esta información es simple: el banco la solicita, el supermercado la solicita, la tienda de ropa la solicita, el concurso de radio la solicita, la promoción del restaurante la solicita y en el futuro hasta la pulpería de la esquina la va a solicitar.
Declarar el acto de enviar información comercial no solicitada ilegal no resolverá nada, en mayor medida por el aspecto territorial: puedo enviar los mensajes desde fuera de Costa Rica y asegurarme que sea difícil trazar su origen al interior del país. Quienes envían la información la seguirán enviando y quienes la sufren la seguiremos recibiendo. Para convencerse de esto basta con ver la legislación vigente más allá de nuestras fronteras y el efecto nulo que ha tenido sobre el problema. Sí, tal vez existan un par de casos donde efectivamente se ha multado a quien envió la información, pero el daño quedó hecho, pues se perdieron recursos, siendo el más valioso de todos el tiempo.
Lo que es necesario declarar ilegal es el acto de revelar información privada a terceros. Cuando una persona voluntariamente brinda su dirección electrónica a una entidad, sea un ministerio del gobierno o una tienda, lo hace porque desea recibir un servicio particular a través de ese medio, pero no porque desea ver tales datos repartidos a los cuatro vientos.
Es necesario que los ciudadanos podamos exigir, con respaldo en la ley, que se remuevan nuestros datos de bases de datos, sean estas comerciales o gubernamentales, y que en los casos donde voluntariamente los brindamos para fines específicos, por un lado podamos reclamar si se hace un uso indebido de ellos y por otro que tengamos la certeza que el almacenamiento no será per secula seculorum sino que serán automáticamente removidos luego de un tiempo prudencial.
Hay al menos cuatro proyectos de ley en la corriente legislativa que buscan este tipo de reformas. Lamentablemente parece que los redactores de dichos proyectos no se hablaron unos a otros a la hora de redactar estos proyectos — hecho raro por si mismo, pues se encuentran firmas repetidas en uno y otro proyecto. Basta conocer las legislaturas vigentes en esta materia en otros lugares del mundo — Europa en particular — para darse cuenta que estos proyectos son producto de un proceso de corte y pegue, lo cual en lugar de simplificar la legislación propuesta lo que ha logrado es dejarla en un estado incongruente, incompleto y quién quita un quite, quizás hasta dañino.