11-06-2007
Mientras paseaba a Fuser — o como le llamaron ayer genéricamente en la caja de disimular soledades, “la máquina de ejercicio pelula” — veía a un grupo de chiquillos del barrio jugar escondido. Fue una inesperada sorpresa, pues ya casi me había creído el cuento de que escondido, quedó, la anda, rayuela y suiza habían quedado relegados a los libros de tradiciones del siglo pasado.
Viéndolos me acordé de lo divertido que era salir en la tarde al barrio y juntarse con los vecinos a ver que jugábamos ese día. Escondido era de lo mejor: “¡no se vale meterse a las casas!” sentenciaba uno, “¡de la pulpe hasta aquella esquina!” definía otro, “¡tiene que contar hasta 100!” demandaba el de más allá. Los árboles en el área permitida eran bajos, por tanto no ofrecían buen escondite, pero las casas tenían muritos bajos que salían hasta la acera, que lo dejaban a uno ver al que contaba, y calcular cuando pegar carrera hasta el punto. Alguna vez encontramos la alcantarilla sin tapa, así que más de uno se metió ahí. Era en realidad un mal escondite, pues cuando lo veían a uno, duraba mucho saliendo para ver si lograba llegar primero. La ebanistería estaba fuera de la zona de juego, así que tampoco. El que era sorprendentemente eficiente era el poste de alumbrado, pues si uno tenía cuidado, se podía mantener fuera de la vista del que buscaba.
Los carajillos se estaban divirtiendo, sucios y mojados hasta las orejas pues gracias a la lluvia de la tarde había barro por todas partes. Sin tennis de marcas sobreglorificadas ni pedazos de cuero esférico que fácilmente podrían pagarles el almuerzo todo un mes. Nada más corriendo y gritando a todo pulmón. Así estaban felices.