De todas mis piapias

12-29-2005

La piapia es un bicho lindo: grande, de buen porte, con una blanca y bonita cola. Con un poquito de indulgencia, hasta bien canta. Eso sí, no es vistoso. Definitivamente no es un quetzal.

El quetzal — o como la sabiduría infantil lo ha designado, “una gallina verde”© — se sabe hermoso. Nos hace levantarnos a las cuatro de la mañana, mantenernos agazapados y silenciosos entre dos troncos húmedos, arratonados y entumidos… hasta que sale casi diciendo — no, no a nosotros, no sean ilusos, al mundo — “heme aquí, ya pueden disfrutar de mi prescencia”.

La piapia por otra parte… escandalosa, no se muestra, uno la ve casi a cualquier hora del día, viene en bandadas de cinco, diez o quince arrasando con las fresas del patiecito, cual jauría de madres de preescolar sobre la madre soltera del 22.

Al quetzal se lo contempla, así, de lejos e inalcanzable. “Ssssh! Hacé silencio que si no se va, ¿no ves?”

A la piapia la correteamos, la tratamos a los escobazos, poco nos falta para llamar a todos los güilas del barrio e incitarlos en el perdido arte del neumático, la horqueta de níspero y la piedra. Chú! Chú! Fuera, ¡bicho maldito!.

Al quetzal, que no nos vuelve ni a ver, nos esforzamos con cuanto cuento se nos ocurre para atraerlo… a la piapia, que quiere venir donde estamos, primero ni la ponderamos y luego, cuando ya no la podemos ignorar más, la ahuyentamos.

¿Quién nos entiende?



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